Cabo Blanco es una franja costera en el mismo extremo sur del golfo San Jorge cargada de vivencias y protagonista en la literatura de los viajes de aventura…

Siguiendo el hilo del viaje hacia Camarones, el inmediato punto de paso es una zona particularmente querida por la gente de Deseado. Se trata del área protegida de Cabo Blanco, distante unos 60 km. por pista en buen estado, al norte de la ciudad. Unos 80 km si contamos los kilómetros de asfalto hasta tomar la RP 14 (RP 91 en los últimos 34 km) que parte a la salida de Tellier. Es una franja costera con mucha carga histórica, cotizada por su posicionamiento estratégico y referente para navegantes. Pero también es poseedora de un largo desparrame de explotación desmesurada y frustraciones.

          

Es un paisaje tan atrapante como desolador. Un pequeño cementerio ubicado en el espolón sur, al abrigo de la furia del viento, recogiendo una docena de tumbas anónimas, aparece como el legado más sobrecogedor de las esperanzas truncadas de los primeros colonos europeos que arribaron. De las edificaciones levantadas en la época -finales del siglo XIX y comienzos del XX-, además de la casa del farero, también queda en pie -restaurada- la vieja posta de telégrafos y correos, de cuando la correspondencia se llevaba a caballo a Deseado. Restos herrumbrosos esparcidos por la zona evidencian la existencia de un embarcadero destinado principalmente a la exportación de lana. Cuando esta actividad económica pasó a Puerto Deseado, el área quedó rápidamente deshabitada y cayó en el olvido. Hoy en día, la presencia humana permanente se limita a dos miembros de la marina argentina que cuidan del faro y que van turnándose cada tres semanas.

          

Ubicada en el extremo sur del mismo golfo San Jorge, desde un punto de vista físico, Cabo Blanco es un afloramiento rocoso de gran potencia y elegancia, de casi 1,5 km de largo con un par de peñascos sobresalientes, uno en su extremo norte, donde está ubicado el faro y otro hacia el sur. Está unido al continente por un tómbolo de tierra que conforma dos desoladas y kilométricas bahías de gradiente pronunciado donde las aguas azules casi negras del Atlántico baten los rodados incansablemente. La aproximación cuenta con zonas inundables en época de lluvias y unos kilómetros antes de enfilar el tómbolo, hacia el norte, puede divisarse la salina de Cabo Blanco, explotada por primera vez en 1899. Una pista secundaria facilita la aproximación a la misma.

          

La expedición de Magallanes puso la demarcación en el mapa como referente para los navegantes bautizándola como la conocemos por el color blanco de los acantilados debido al guano de los pájaros. Siglos después, Darwin la relevaría a causa de su riqueza biológica, sobresaliente por sus extensas y densas colonias de lobos marinos y cormoranes de todas las especies. Cuentan las crónicas de finales del siglo XIX y principios del XX que el personal apostado en la zona para la explotación de las salinas próximas, de la estafeta de correos, comunicaciones y otros servicios de la armada argentina caminaba entre lobos marinos con dificultades por el gran número de estos animales. Pero al igual que en otros puntos de la costa, como Monte León (ver post relacionado) la intensa cacería durante esa época diezmó la población hasta dejarla al borde de la extinción, de presencia limitada a los riscos más inaccesibles para el hombre. In extremis, corriendo el año 1937, el gobierno argentino, tomó cartas en el asunto otorgando a Cabo Blanco una especial protección. Desde 1977 tiene la consideración de Reserva Natural Intangible.

En la literatura universal, esta minúscula, bravía e ignota porción de la Patagonia Atlántica ocupa un pasaje de la novela de Julio Verne ‘20 leguas de viaje submarino’, en la esperada captura del unicornio por parte de la tripulación de la fragata Abraham Lincoln. Desde la imponente atalaya que brinda el faro, una soberbia torre de ladrillo rojo de 67 metros de altura que ya ha sobrepasado un siglo desafiando las leyes de la gravedad, no resulta difícil fijar la vista unas millas mar adentro imaginando el rumbo del fascinante monstruo marino…

          

Tras un par de días paseando entre rocas y arenales, observando la fauna y charlando con los fareros partimos silenciosos, acomodados en la soledad del lugar. Por el retrovisor de Puyehue – hasta este momento a resguardo del viento entre los riscos- recogemos las salutaciones de los marineros del faro y las cabriolas del zalamero perrillo que les hace compañía. El sonido del mar, amplio, grave, resonando contra las rocas y restregándose por la gruesa arena de las bahías va amortiguándose a medida que Puyehue gana metros hacia el oeste, con el sol pisándole la zaga. Estamos atrapados por el magnetismo del lugar. Cabo Blanco es más que un racimo de peñascos soberbios hendidos en un mar bravo, es un concentrado de historias de la vida, de fracasos, de ambiciones, de fábulas, pero también es motivo de esperanza. Los gruñidos de los lobos de mar vuelven a sentirse con nitidez desde la costa y el revoloteo de los cormoranes es tan denso algunas horas del día que hace zigzaguear la luz solar.

Chema Huete; Fotos: M. Duran y Ch. Huete

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