El Norte de Chile, además de obsequiarnos con una belleza natural indomable y única, ofrece un legado cultural y social muy potentes, con lecciones heroicas y descarnadas sobre el comportamiento humano que son también parte indivisible de su poder de atracción.

Un viaje por el territorio más septentrional de Chile también deja otra impronta de carácter social a la mínima que nos sustraigamos de sus atractivos paisajísticos. Las huellas de asentamientos y actividades humanas que van apareciendo al paso y las evidencias de su desarrollo presente despiertan curiosidad y generan un buen número de preguntas sobre su futuro.

          

Todo interés por conocer los procesos de humanización de la región descubrirá un rico y antiquísimo legado cultural, visible en los numerosos petroglifos que pueden observarse en desnudas laderas (Colonia Pintados, Lluta, Iquique, etc.) o en ritos funerarios, como los practicados por la Cultura del Chinchorro, que ha dejado momias cercanas a los 7.000 años de antigüedad. Los pucarás, yacimientos arqueológicos precolombinos, como los de Solacruz o Copaquilla, no muy lejos de Putre, sobre la Ruta 11, nos acercan modos de vida aún presentes en las comunidades rurales más aisladas. En los alrededores de San Pedro de Atacama pueden visitarse los emplazamientos de Quitor y Catarpe, inexpugnables durante años a los conquistadores españoles.

          

La historia del Norte Grande de Chile está regida por asombrosos procesos de adaptación del hombre a un medio adverso, visibles en todo yacimiento precolombino y cualquier enclave humano estable que, por sí mismos, ya merecen el desplazamiento. Sin embargo, han sido sus enormes recursos energéticos los que han propiciado las mayores convulsiones sociales en la zona, con el levantamiento de grandes complejos industriales y la migración hacia éstos de miles de personas en busca de fortuna. Unos siguen en activo, reconvertidos en modernos y gigantescos centros de explotación minera; los que han caído en el abandono, recuerdan la potencia de su pasado con las siluetas de las chimeneas de los hornos recortadas en el paisaje y cientos de cruces y cercos de tumbas de obreros a su alrededor.

          

Los incas ya tuvieron la región en su punto de mira; los conquistadores españoles también anduvieron extrayendo plata, oro y cobre, actividades que fueron en aumento en épocas más contemporáneas, conforme evolucionaron las necesidades y las ambiciones de gobiernos y consorcios mineros. Desde mediados del siglo XIX, primero con las explotaciones de nitratos y después con el auge del cobre, las pugnas por el control y la distribución de estos recursos se han traducido en disputas territoriales, tragedias colectivas de gran magnitud y represiones sociales y políticas.

En la época presente, aunque en Méjico han sucedido las mayores desgracias medioambientales y los más oscuros presagios se ciernen sobre la Amazonia, la cordillera de Los Andes, con los sectores chileno y peruano a la cabeza, acapara la tabla de conflictos mineros y energía de carácter socioambiental de Sudamérica. Sin olvidar apuntar los desastres derivados de la minería a cielo abierto -envenenamiento de acuíferos, polución, corrimiento de poblaciones locales, destrucción de sistemas productivos tradicionales, etc. – cuestión sobre la que abunda información, el afán extractivo de la minería del cobre tiene su visibilidad en grandiosos removimientos de tierras. Algunos son tan gigantescos que hacen aparecer como míseros motocultores a los bulldozer de 100 toneladas que se deslizan por sus crestas y laderas acarreando y amontonando la escoria.

          

Estas alteraciones del paisaje y las desigualdades en el nivel de infraestructuras y servicios detectables, desde las localidades más punteras a las más pequeñas y aisladas y comparadas con otros lugares del país privilegiados, como la capital Santiago, lleva a reflexionar sobre el bienestar duradero de sus habitantes. Parece evidente que la reinversión de los beneficios de la explotación de los recursos naturales en la región es muy insuficiente. En comunidades locales más alejadas esa provisión es sencillamente inexistente y la falta de perspectivas fuerza la migración masiva de sus miembros más jóvenes, que buscan oportunidades en las poblaciones costaneras de Arica, Iquique, Antofagasta o en las grandes explotaciones mineras que rodean Calama y Copiapó.

          

Si tomamos una mirada de carácter socio político más histórica pero no lejana en tiempo, apenas un siglo, el Norte Grande de Chile abruma por la intensidad y el calado de los acontecimientos vividos. Todo viajero mínimamente observador y con espíritu crítico tiene motivos suficientes para reflexionar sobre la voracidad del hombre y sus consecuencias contemplando las ciudades fantasmas salitreras y sus estremecedores cementerios con cientos de tumbas desparramadas por el desierto, anónimas, muchas, y otras marcadas con nombres de emigrantes de cualquier edad y genero provenientes de Europa y toda América. En la historia política más reciente de Chile, en el summum de la depravación humana, algunos de aquellos complejos industriales convertidos en masas herrumbrosas con el paso de los años, fueron utilizados como centros de detención, tortura y desaparición de opositores a la Junta Militar de Pinochet. Dos ejemplos nos asaltan a la memoria por el impacto producido: la Oficina Salitrera Chacabuco, localizable en la Ruta 5, a 4 km al norte de la intersección con Ruta 25, unos 90 Km al NE de Antofagasta y el pueblo de Pisagua, en la costa.

          

El complejo industrial de Chacabuco estuvo operativo en los años 20/30 del siglo pasado y en el periodo comprendido entre noviembre de 1973 y abril de 1975 contuvo más de 1.000 presos políticos. La primera vez que llegamos al lugar, otoño de 1999, no pudimos acceder al lugar como nos hubiera gustado; equipos de artificieros trabajaban limpiando las minas antipersonas colocadas por los golpistas en el perímetro del complejo para disuadir a los presos de cualquier fuga. Pasarían algunos años más para que la Oficina Salitrera Chacabuco reencontrase la calma y pudiera mostrar al visitante su condición de Monumento Nacional otorgada en 1971 por el gobierno de Salvador Allende.

Otro lugar dramático en la memoria colectiva chilena es Pisagua, en la provincia de Tamarugal, unos 60 km. al norte de Iquique. Hoy es una pequeña población pesquera semi desierta, fantasmal en algunos sectores. Se accede por una escénica y vertiginosa carretera (Ruta A-40, unos 39 km aprox.) que finaliza literalmente en el mar y que deja a la vista pequeños y conmovedores cementerios de la época salitrera.

La localidad tuvo relevancia en el Guerra del Pacífico (finales del s XIX) por su posición geoestratégica y a principios del siglo XX fue uno de los principales puertos de exportación de nitratos de Chile. Pisagua contó de las mejores infraestructuras del momento y de todos los servicios y fastos conocidos al servicio de las élites. Sin embargo, finalizada la I Guerra Mundial, con la invención de los nitratos sintéticos y los efectos de la Gran Depresión, la industria del salitre chilena entró en colapso. Fue una gran catástrofe nacional, las oficinas salitreras cerraron en cadena y miles de trabajadores emigraron hacia el sur. La región entró en la más absoluta decadencia.

          

Pisagua también pasó a ser un recuerdo y debido a su aislamiento los servicios fueron menguando aunque algunos menos honorables, como la cárcel pública, permanecieron en activo. Durante décadas, los diversos gobiernos chilenos utilizaron sus paredes como centro de reclusión, particularmente de activistas sociales y disidentes políticos. Tras el golpe de estado de 1973 encabezado por Augusto Pinochet, fue campo de concentración de la dictadura militar. Se estima que más de 2.500 personas sufrieron penalidades, torturas, incluso encontraron la muerte en sus dependencias y edificios aledaños. Lo que queda actualmente del otrora fastuoso teatro fue el centro de represión para presas políticas.

En ese mismo lugar, alrededor de 1950, Pinochet dio impulso a su carrera militar como responsable del centro penitenciario. Era la época de la Ley de Defensa Permanente de la Democracia, también llamada Ley Maldita, promulgada con el fin de prohibir la participación política de partidos izquierdistas.  Dos décadas depués, decenas de opositores al régimen pinochetista desaparecieron en el mar o fueron asesinados allá mismo a manos de sicarios uniformados a sus órdenes. La dignificación de una fosa común encontrada al final del puerto, en el extremo norte de la población, recuerda aquellos crímenes de lesa humanidad.

          

Pisagua es actualmente un somnoliento villorrio de poco más de 300 habitantes, dedicados muchos de ellos a la pesca artesanal. Los edificios y equipamientos históricos, entre los que sobresale la Torre del Reloj, van recostando sus cuadernas al peso de los años, acomodándose medianeras y fachadas unas con otras para resistir mejor el envejecimiento y los envites de la naturaleza, como el tsunami acaecido en abril de 2014. Sin embargo, los inmuebles escenario de las violaciones de los derechos humanos más recientes en Chile están desvencijados y claveteadas todas sus puertas y ventanas ¿Salvaguarda de la memoria o vergüenza colectiva? Pasea y observa; pero no esperes muchas respuestas a tus preguntas… La amnesia parece instalada en la colectividad. No hay muchas cosas agradables que recordar y el futuro del lugar tampoco parece halagüeño.

Acercarse a Pisagua, Chacabuco u otros enclaves emblemáticos como Antofagasta, Iquique, Arica, etc. por donde pasó la llamada ‘caravana de la muerte’ en octubre de 1973 es un viaje de alto contenido emocional, de aquellos que sacuden la conciencia. Pero es un periplo necesario si se quiere conseguir una visión más completa sobre la densidad histórica del Norte de Chile, de grandes movimientos sociales, políticos y económicos explicables en su raíz por el control de sus ingentes recursos naturales, actualmente encabezados por la minería del oro rojo. Mercè Duran y Chema Huete

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