Antaño fue la mayor ciudad minera de Bolivia. Las riquezas de su yacimiento de plata fueron el motor de las transformaciones sociales del país andino a mediados del siglo XX. Hoy es una población congelada en el tiempo que prueba de sobrevivir en un escenario propio de economías colaborativas.

La Ruta nacional 5 que enlaza Potosí con la frontera chilena (Paso de Ollagüe) por el sur del salar de Uyuni es un eje fundamental en la red viaria boliviana. Al margen de conectar con algunos de los paisajes más fabulosos de Sudamérica y recónditas comunidades indígenas -aimaras y quechuas-, es un corredor tradicional en la exportación de las riquezas mineras del país andino. A escasos kilómetros de Uyuni, culminando su flirteo por los faldones rojizos de la Sierra de Chichas, la carretera dibuja un viraje cerrado que deja al viajero prácticamente de bruces frente a “…uno de los escenarios más relevantes de la historia contemporánea boliviana, sino el más importante desde un punto de vista socio económico en los albores del siglo XX”, según transcribo de los apuntes recogidos del encuentro con mi viejo amigo Eduardo Lettieri, gran conocedor de la región Andina e inspirador de correrías varias por Argentina. Sus comentarios sobre el enclave y los matices precisos de su compañera Geno, con implicaciones familiares en el lugar -sus abuelos trabajaron en el complejo minero y están enterrados allá- nos convencieron para adecuar nuestro periplo en Bolivia por un lugar que, sin las reseñas pertinentes, tal vez, no hubiéramos reparado ante la presunción de estar frente a otro museo minero/industrial -uno más- de los que abundan por la región. Afortunadamente, Geno y Eduardo estuvieron al quite de nuestros pasos. ¡Gracias, pareja!

Pulacayo es mucho, muchísimo más que una curiosidad para los amantes de la arqueología industrial. Es pieza esencial en la historia moderna de Bolivia; el enclave donde se inició la revolución industrial de un país eminentemente rural y agrícola. Fue el ring natural donde se dirimieron los intereses de -y sobre- Bolivia durante décadas, igual que Potosí rigió en los siglos XV-XVI, por aquella época denominada por los conquistadores españoles como el Alto Perú.  Aquí se desarrolló el capitalismo andino y en los crisoles de las fundiciones se forjó el alma del minero revolucionario. Fue escuela de miles de profesionales expertos en finanzas, ingeniería, logística y exportación. Las exigencias técnicas del yacimiento para extraer toneladas de plata de sus entrañas necesitó -y justificó- el uso de las tecnologías más avanzadas del momento y el desarrollo de las comunicaciones. Por aquí entró el ferrocarril en 1890.

          

Pulacayo fue la principal mina de plata de Bolivia y la segunda más grande del mundo a finales del siglo XIX y principios del XX. Sus riquezas posibilitaron un desarrollo económico y social que proporcionó estabilidad hasta mediados del siglo pasado, cuando su producción comenzó a decaer estrepitosamente tras la promulgación del decreto de nacionalización de la minería en 1952 en un contexto de revolución social que muchos historiadores califican como la más importante habida en América Latina tras la acaecida en Méjico en el periodo 1910-17.

          

Las consecuencias de este desafío popular irradiado desde Pulacayo, que contaba con la masa obrera más concienciada y organizada en torno a la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia, no se hicieron esperar. Siguiendo la receta habitual, el capital privado desertó en masa, abandonando los complejos, llevándose consigo los técnicos cualificados. En estas maniobras también influyeron las presiones de gobiernos extranjeros, como EEUU que, en plena guerra fría y cruzada contra el comunismo, temían por la estabilidad de su ‘patio trasero’. Sin capacitación e inversiones suficientes, la minería boliviana entró en decadencia rápidamente. Pulacayo fue el ejemplo más dramático. De casi 25.000 habitantes, de ellos 5.000 mineros, pasó a contar 3.000 almas en 1960. El episodio neoliberal de reprivatización de la minería de 1992 dio otro mazazo al sector: 100.000 trabajadores del sector fueron al paro. La economía colaborativa se instaló en el lugar como tabla de supervivencia para los 850 habitantes actuales.

          

Estacionamos Puyehue frente a una enorme rueda dentada rescatada del olvido, seguramente parte de alguna maquinaria de mayores dimensiones. Está escoltada por otras piezas mecánicas asimismo restauradas y en su cerco puede leerse ‘Planta Industrial Pulacayo’, actualmente propiedad de la Comibol, la empresa pública boliviana de minería. También hay algún cartel que habla de Pulacayo como un museo; un plano apagado por la rudeza del clima registra calles e hileras de casas abrazadas a los cerros de poniente y del norte, lugar de la mina, en un gran anfiteatro que tiene en fuerte descenso hacia el rio… La curiosidad nos vence definitivamente. Pisando sobre gastados railes de ferrocarril, ya enrasados con el terreno, nos dirigimos hacia la entrada del recinto declarado Patrimonio Industrial por la Unesco y, por tal motivo, más prometedor por su legado que por las esperanzas de futuro. Un joven soldado impecablemente vestido y con el rifle a la espalda se interesa por nuestra visita. Se suman paisanos al corro.

          

En pocos minutos de conversación, abren el gran portón -como si de una ciudad medieval amurallada se tratara- para que Puyehue pueda entrar y dirigirlo hacia la explanada donde se levanta el ingenio central. Allá pasaremos la noche. Su traspaso es la inmersión súbita en un universo congelado, sometido al olvido, pero inexplicablemente bien conservado y pulcro. Los viejos railes de la entrada se ramifican. Unos desaparecen entre hangares desvencijados; otras vías corren paralelas calle arriba y algunas mueren allá mismo, unas docenas de metros de la entrada, sobre mesas giratorias, donde yacen varadas las primeras locomotoras Hochschild y vagones que cruzaron los Andes para trasladar el mineral de plata hacia una planta de fundición en Antofagasta. Los restos de ésta pueden verse en Playa Blanca, camino de la costanera sur de la ciudad chilena. También está el convoy que atracaron Butch Cassidy y Sundance Kid. Pulacayo era un poderoso imán. Es nuestro segundo encuentro con la cronología de los archi famosos bandoleros. Meses antes, unos cientos de kilómetros al sur, topamos con su residencia clandestina en Cholila, Argentina. Veremos dónde será el siguiente…

Objetos y ambiente están teñidos de tonos bermellón y parduzcos, incluso menudean superficies metálicas rojas anaranjadas; maquinas, vagones, vehículos, planchones de metal apilados contra las paredes o esparcidos por el suelo, tuberías de usos y diámetros distintos, maderos resecos con el veteado abrasado por la intemperie, las mismas casas parecen impregnadas por el óxido. El suelo rojizo acrecienta el dramatismo del lugar y la percepción de que todos los vestigios de esfuerzos, ambición, revolución, esperanzas, incluso la muerte, están abocados al olvido. Las escasas nuevas edificaciones, levantadas sobre el abandono generalizado -y algún que otro edificio histórico recuperado, como la mansión de Aniceto Arce, presidente del país y propietario de la mina en su momento- confieren cierto optimismo a los actuales moradores de Pulacayo, inmersos en procesos de economías colaborativas.

          

Hay emprendimientos en torno al turismo; una hilandería de lana de alpaca, la fundición se ha modernizado parcialmente y ocupa una treintena de personas mientras cerca de la cincuentena más siguen explotando la mina en forma de cooperativa. Lo hacen en superficie, pues las entrañas de la mina están anegadas de agua desde que las bombas de achique dejaron de funcionar con la estampida de la propiedad privada… Entre tanto, la comunidad de Pulacayo sigue esperando de la Comabol la materialización de los informes realizados hace una década por empresas extranjeras asegurando la viabilidad de la mina con las inversiones necesarias.

          

Acallado el ruido del motor del camper, el silencio es absoluto. De tanto en tanto, es roto por los gritos y exclamaciones de los chavales que se disputan la pelota en la cancha cercana. Mientras avanzamos a pie por el casco urbano de Pulacayo y sus empinadas calles en dirección al germen de la ciudad, la misma mina, su acceso original, las casas más antiguas y el cementerio, se afianza en nosotros la sensación de que nuestros anfitriones han abierto las puertas de su otrora fabulosa gran casa común para brindarnos un peregrinaje por la memoria reciente e intacta de su país antes de que el olvido desmantele su existencia. Una suerte de realidad paralela encerrada entre montañas y barrancos que, ante la ausencia de otros forasteros y la receptividad mostrada por sus moradores, estamos obligados a experimentar.

          

Nos cruzamos con alguna alma apresurada, saludos contenidos, fugaces. Pasamos frente a la pulpería, la escuela; nos detenemos ante la biblioteca, de donde parten voces. No desperdiciamos la oportunidad de obtener alguna información valiosa sobre el lugar y sus gentes. Acierto total; la reunión en marcha de maestros de la escuela que tiene lugar deriva hacia una charla compartida sobre Pulacayo, sus orígenes, vicisitudes, anhelos de futuro y averiguaciones sobre nuestro viaje. Nos sentimos, como decirlo, agasajados por ese interés y creemos que los profesores, también.

          

Por calles enlosadas dejamos atrás oficinas administrativas, la iglesia y numerosas casas aparentes y en buen estado de conservación. También la espléndida mansión de Aniceto Arce, que puede visitarse, aunque desde un punto de relevancia histórica una parada obligada es frente al edifico del Sindicato de Trabajadores, la sede de la revolución más importante habida en Latino América desde la empresa de Madero, Zapata y Pancho Villa en Méjico. Aquí se promulgó en 1946 la llamada ‘Tesis de Pulacayo’, escrita por Guillermo Lora, dirigente político trotskista y miembro del Partido Obrero Revolucionario (POR). Fue el primer documento socialista de la región, fundamento para la nacionalización de las minas, mejoras sociales y laborales para toda la población boliviana. En el mismo, se legitimaba la toma del poder de los trabajadores, incluida la vía de la acción directa; es decir, la lucha armada. Su calado social es comparable al posterior alegato de Fidel Castro ‘La Historia me absolverá’ (1953) que sentó la doctrina de la revolución cubana contra la dictadura de Batista.

          

Remontando por el trazado de la pista que lleva a Huanchaca, poblado ahora abandonado y que en otro tiempo acogió la fundición donde se trataba la plata y el plomo de la zona, que hacía también las veces de calle principal, ganamos el núcleo del viejo Pulacayo, ya por encima de los 4.200 msnm. Las viviendas de los antiguos mineros son aquí de planta baja, en piedra y adobe, apretujadas y acomodadas a los quiebros de la montaña. Las retorcidas callejuelas que apuntan a la atalaya que sostiene el cementerio están llenas de socavones y erosionadas por escorrentías, entorpeciendo la caminata.

          

Avanza la tarde y los rayos ya oblicuos del sol crean contrastes de luz muy acusados sobre las apretujadas viviendas y acentúan el dramatismo sobre los centenares de tumbas esparcidas en cascada, orientadas hacia el este. Leer las tumbas, sus inscripciones, la tipología y arquitectura de las sepulturas, estado de conservación, el decoro y ofrendas de los vivos son indicios vitales que ayudan a una mayor comprensión del lugar y posibles episodios sustanciales de su evolución. No acertamos a dar con las tumbas de los abuelos de Geno; la climatología implacable del lugar ha borrado las inscripciones de muchísimas cruces y sepulturas; tal vez dos ellas sean las que buscamos sin fortuna. Sin embargo, el zigzagueo por esta minúscula y sacra porción de la Sierra de Chichas nos permite una visión completa de la que fuera la ciudad minera más importante de Bolivia.

En este escenario de fortuna y sacrificio, de gestas empresariales y políticas, todo parece inmóvil. No hay vida aparente, pero uno imagina con energía desde este promontorio que alarga la vista hasta el infinito como de desordenado, ruidoso y vibrante debería ser el mayor asentamiento minero del país. Máquinas y vehículos en trasiego continuo, hombres en todas direcciones. El alma de Bolivia, esencialmente minera, parece atrapada en este teatro de operaciones del que emanaron doctrinas y proclamas decisivas para todo un continente.

El crepúsculo se adueña del lugar, el cielo del viejo Pulacayo va mudando del rosa al celeste; pronto el cielo será un manto de estrellas. Prenden las primeras luces de casas y calles del ‘nuevo’ Pulacayo. Debemos dejar este espacio intemporal; no hay iluminación alguna en el descenso y la herrumbre anónima abunda en el camino que nos devuelve a la realidad. M. Duran / Ch. Huete

Notas.-

Existen diversas leyendas sobre la existencia del lugar, pero la más verosímil sobre el origen del topónimo Pulacayo hay que buscarlo en la lengua aimara, habitantes ancestrales de la región pese a que actualmente el territorio está poblado mayoritariamente por la etnia quechua debido a movimientos migratorios ligados a la minería esencialmente. Junto con el quechua, es la lengua originaria más hablada. Los cerros de los alrededores son de color rojo intenso. Los términos wila i cayo, -Wila significa ‘rojo sangre’ i Cayo, ‘pie’- harían alusión a la mina, situada al pie del cerro rojo.

          

Las primeras noticias de la existencia de la mina de Pulacayo se remontan a época de los incas, aunque la historia oficial coloca al español Mariano Ramírez (1833) como el primer dueño que imprimió una explotación industrial de la misma. Se levantan las primeras casas de mineros, que dan origen al nacimiento del pueblo de Pulacayo.

Antes de esa fecha había un pueblo llamado Huanchaca, al otro lado de la montaña, a unos 14 km del actual Pulacayo, siguiendo el camino que bordea el cementerio. En Huanchaca por esa época se fundían lingotes de plata y de allí se llevaban hacia el Pacífico en recuas de carretas tiradas por mulas. Eran caravanas de 120 carretas, dos veces al año.  Cada carreta llevaba una tonelada de plata. Tardaban unos 20 días en llegar; iban por San Cristóbal hasta el puerto de Cobija, al norte de Antofagasta. El siguiente propietario de la mina, Aniceto Arce, consideró que llevar los lingotes por carreta era lento y dificultoso, así que implementó el ferrocarril y trajo las primeras locomotoras del país. Estas llegaron a Pulacayo en 1890, que ahora están en la entrada. El trayecto iba hasta Antofagasta vía Uyuni. La locomotora más chica, de la que hay una unidad restaurada cerca de edificio de administración, es la que pasaba por el túnel de la mina por 3,5 km más otro enlace de 10 km hasta llegar a Huanchaca. Progresivamente, esta población, que era la segunda ciudad de Bolivia hacia 1915, con 15.000 habitantes, pierde relevancia hasta su abandono total.

La Consolidation 66 y los mineros en la estación de ferrocarriles de Pulacayo, cerca de 1905.

En los años 20, Arce medio arruinado por las inversiones en el ferrocarril, que llegaba hasta Oruro (1912) y que sigue funcionando, vende la mina a un judío alemán, Mauricio Hoschi. Es quien trae la última locomotora e introduce mejoras técnicas para la explotación y las bombas de agua más grandes de Sudamérica para achicar el agua de la mina. Trabaja hasta la nacionalización de las minas en Bolivia en 1952.

          

La estructura de la mina de Pulacayo es singular y compleja. La entrada original de la mina es la que se sitúa cerca del cementerio; la actual es la que puede verse al lado de la fundición. Esto se debe a que el filón de plata no marcha horizontalmente, sino que desciende y atraviesa capas freáticas y conforme lo hace, la temperatura va en aumento; el territorio es de origen volcánico. Para drenar el agujero se decidió abrir un nuevo túnel, la actual boca que podemos ver ahora, al final de la fundición. Hacia 1940, la verticalidad del pozo es de 780 metros y la temperatura de trabajo de 45ºC. Merce Duran / Ch. Huete