La aureola del Huáncar traspasa su tradición musical reciente; siendo cuando menos la expresión de prácticas y costumbres fraguadas en tradiciones y leyendas aún más lejanas que han convertido a este lugar en un espacio particular, único para grandes reuniones y celebraciones especiales en familia, grupos de amigos y colectividades enteras.

En ocasiones, desviarse de la ruta planificada tiene recompensas inesperadas y gratificantes. Más o menos, es lo que nos sucedió rastreando el trazado antiguo de la Ruta 40 en el cuadrante NO de Argentina fronterizo con Bolivia (ver post relacionado). No estaba en el guion apartarse de la carismática ‘Cuarenta’ hasta llegar al Paso de La Polvorilla que da vida al tren de Las Nubes. Pero bordeado el Cerro Coigaima (5.668 msnm.), aprovechando la bonanza del día tras unas cuantas jornadas de lluvia, decidimos seguir la alegría de las aguas que nutren la Laguna de Pozuelos, al NE. Tras unas decenas de kilómetros entre hoyadas y quebradas llegamos a la diminuta población de Cochinoca, fundada en 1602 y sede del primer curato de la Puna. Paramos a pegar hebra con un grupo de paisanos, todos muy endomingados y, por los ademanes de algunos de ellos, prestos a subirse a unos vehículos ya con el motor en marcha. Satisfaciendo nuestra curiosidad nos contaron que se dirigían al Festival del Huáncar y, ya que andábamos de paseo por la zona, valía la pena que lo conociéramos pues era la mayor manifestación folclórica de la temporada en la puna jujeña y el mejor preámbulo del carnaval de Abra Pampa. Estamos ya inmersos en la segunda quincena de enero, ecuador del verano austral y época propicia para celebraciones populares que, por estos lares, alcanzan su plenitud festiva con la celebración de los carnavales, intensos y coloridos en todo el Altiplano. Como es fácil de imaginar, una sugerencia de este calibre es una tentación en toda regla imposible de resistir…  Tras un rápido intercambio de miradas enfilamos nuestro camper Puyehue rumbo este, por la RP71 en dirección a la capital de la puna jujeña y antaño bautizada como Siberia Argentina por el intenso frio que suele hacer en invierno.

Tras cerca de una hora de tránsito por caminos de ripio, próximos al eje de la ruta nacional 9 argentina y a unos 5 ó 6 km. al sur de Abra Pampa, la pista -ahora RP11- brinda la perspectiva de un grupo de cerros y médanos en altura que atrapan la atención, especialmente uno, el más elevado. Es de rocas parduzcas oscuras y la ladera está prácticamente revestida por un grandioso manto de arena de color anaranjado. Es el Cerro Huáncar, topográficamente también denominado Cerro Abra Pampa.

El día es radiante y caluroso para la altitud que nos encontramos, sobre 3.800 msnm. Con la ayuda de prismáticos, perfilamos mejor los inmensos médanos que ansían abrazar la cima de la montaña. Descubrimos también que la base está rodeada de verdor y agua, a buen seguro refugio de patos y llamas. El camino que bordea la laguna aboca vehículos y personas hacia un gran anfiteatro conformado por las faldas de cerros vecinos y la gran duna del Huáncar, a modo de gradería principal. Su desnivel supera los 400 metros y además de constituir una plataforma excelente para tomar el sol o un picnic relajado, es una incitación irresistible para los amantes del sandboard. De hecho, menudean los meeting más o menos organizados y en septiembre suele haber competiciones de nivel.

Pero hoy, esta tribuna natural actúa como una gran cavea de los anfiteatros romanos, abierta y acogedora para un público familiar presto a disfrutar y participar de una nueva edición del Festival Folclórico del Huáncar, que ya suma más de 40 ediciones y que por tres días reúne grupos de música tradicional venidos de todo el altiplano, incluso allende de Argentina, de Bolivia o Chile.

          

El arranque de los copleros se produce tras la ceremonia a la Madre Tierra, poco antes del mediodía. El azar quiere que seamos testimonios de primera línea de la ofrenda colectiva a la Pachamama; participamos fascinados del profundo sentimiento de respeto de docenas de personas a esta deidad protectora del hombre y la naturaleza. Este acto solemne desborda nuestra percepción del momento y nos sumerge en un episodio particular sensitivo que genera más preguntas que respuestas sobre los procesos de sincretismo religioso-cultural presentes en las comunidades andinas. La aureola del Huáncar traspasa su tradición musical reciente; siendo cuando menos la expresión de prácticas y costumbres fraguadas en tradiciones y leyendas aún más lejanas que han convertido a este lugar en un espacio particular, único para grandes reuniones y celebraciones especiales en familia, grupos de amigos y colectividades enteras.

          

Por ello, dentro de este relato podemos comprender la vitalidad que adquiere la presencia del Cerro Huáncar en el imaginario popular cuando se acerca el Carnaval. La fábula que aplana por el lugar cuenta que es la morada del diablo, que por las noches de luna se pasea montado en un caballo blanco con la montura y las riendas de plata, brindando a las brujas a bailar junto a él. Quienes viven en Abra Pampa saben al dedillo de estos aquelarres en la montaña donde se escucha la música, el golpe de caja que dicen, los cantos y las risas todas las noches. “Los asistentes tienen que tener coraje, deben escupir y pisotear a nuestro señor, y a todos los santos. Las brujas les presentan a los santos para que ellos pisoteen, bailen y canten con todos. Comen una comida muy linda. Entonces piden lo que quieren y les dan la virtud para ser curanderos, para tocar caja o la quena para tener suerte en lo que sea… Para el carnaval dicen que toda esa gente sale del Huáncar, van a un lado y a otro. Se oye la música no más, el ruido de las risas y los cantos. ¡Ave María!, decimos y nos persignamos cuando oímos el carnaval que viene del Huáncar (…) puede leerse sobre la leyenda del Huáncar editada por el Consejo de Organizaciones Aborígenes de Jujuy (COAJ) y de la que podemos encontrar mayor detalle en el Museo Arqueológico de Leopoldo Abán de Abra Pampa.

          

Tras el ritual a esta divinidad cotidiana entre los pueblos indígenas de los Andes centrales se pone en marcha una sucesión de actuaciones de agrupaciones vocales e instrumentales en el escenario central, al pie de la gran duna, que se prolongarán bien entrada la noche. Algunas parecen tener un gran renombre a juzgar por los vítores y aplausos de un público atento que ha ido trepando por la arena acarreando sombrillas y neveras de forma exponencial tras el almuerzo, seguramente ya con el estómago saciado en alguno de los numerosos puestos de comida esparcidos por el llano. Decenas de finas columnas de humo delatan la existencia de parrillas con tiras, vacíos, entrañas, matambre, chinchulines, etc. Resumiendo, la esencia de un buen asado argentino donde tampoco faltan corderos y novillos a la estaca que necesitan del esmero y la perseverancia de los asadores. La chicha, el fernet con cola y la cerveza corren alegrando semblantes.

          

El sol sigue apretando y al pie de la duna, las sombras de las escasas acacias existentes son codiciadas. El personal se aprieta para cedernos un espacio donde protegernos en plena canícula a la espera de que reemprendan las actuaciones. Quizás ayuda que seamos los únicos ‘gallegos’ a la vista, carita blanca y piel aún más clara, bueno en esos momentos tendiendo ya al colorado, pero es otra muy buena oportunidad para conversar y conocer más historias sobre la magia del lugar antes de desenterrar al Diablo para bailar junto a él. M. Duran / Ch. Huete

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